Salvo algunos ocasionales errores de documentación, como el hecho de que
quieran hacer marchar a Martín hacia Cuba en el barco “Infanta Beatriz” que no
se fletó hasta 1928 (o 1929 según las fuentes. Pero en todo caso varios años más tarde de cuando trascurre la acción en la
serie), el resto creo que se ajusta bastante bien a la realidad cotidiana de la
sociedad de la época.
Aunque desgraciadamente parece que algunas cosas no han cambiado tanto como
se podría esperar, y que algunos tics aún perduran, a pesar de que la legalidad
se ha reforzado y que algunas conductas son perseguidas. Aunque también, al
igual que entonces, se sigue palpando una cierta impunidad, especialmente entre
las clases más poderosas o con mayor nivel de influencia.
Pero no voy a ponerme aquí hacer un alegato sobre este tema, ya que solo
basta poner la televisión para encontrarse, día sí, día también, con ejemplos
de ello. Mi idea al empezar este escrito era hablar de Pedro, aunque no por sus
continuos disparates que a veces logran arrancar una sonrisa, ni por el buen
hacer del actor, al que considero uno de los mejores de la serie, sinó porqué nada de ello amaga lo que considero que éste realmente retrata y no es más que la
faceta de un alcalde corrupto. Y ya sé que darle este calificativo es un poco
duro, pero a la vista está que de la manera como lleva su cargo en el ayuntamiento no se le puede aplicar otro nombre.
Salvo ocasionales momentos en los que demuestra que sabe hacer bien su
trabajo, aunque no hay que olvidar que también la experiencia es un grado y que
además es su obligación, el resto del tiempo no es precisamente un alcalde
ejemplar. No duda en hacer dejación de sus funciones cuando hay algo que llama
su atención, aunque no tenga nada que ver con las funciones que tiene
encomendadas, ni hace ascos a esquilmar las arcas del ayuntamiento en beneficio
propio, ni en usar información privilegiada para beneficiarse y beneficiar a
los suyos, ni con la excusa de buscar el bien del pueblo, trabajar para
satisfacer sus ambiciones políticas o su ego personal,…… Pero aún peor que
esto, es el hecho de que en realidad es una marioneta en manos de una cacique
local, que es quien realmente maneja los hilos de todo, que utiliza la apatía
de la gente, y cuando se producen ocasionales conatos de rebelión, saca los instrumentos de
represión que le permiten mantener firmemente atados a la gente que está bajo
su órbita, como si de un señor feudal se tratara. Además de poner a dedo en puestos
clave a personas susceptibles de ser manipuladas, y así controlar las fuerzas
vivas (aparte de la alcaldía, por ejemplo a la iglesia, a la que mantiene atada con generosas donaciones.
Que no digo que sea el caso de D. Anselmo, aunque en el pasado hemos visto
alguna cosa en éste no muy “católica”).
Pero lo cierto es que ver a Pedro arrastrarse hasta la Montenegro para
pedirle su aprobación al tema de la firma para la petición de indulto a Raimundo, algo que tendría que atañer a la conciencia de cada uno, me
parece cuando menos vergonzante y patético. Lo mismo que cuando acude a
reportar temas, que aunque de incumbencia municipal, evidentemente considera
que necesitan el visto bueno de Francisca o al menos que esté al corriente de
los mismos. Y sólo porque sabe que puede estar en juego su poltrona y los
privilegios que ésta conlleva.
Aunque a esta situación de juego de intereses personales, no es ajena
Dolores, cómplice de la mayoría de “fechorías” de su marido. Cuando no es ella
misma quién se aprovecha del cargo de éste, como al parecer ha hecho con el
tema de la telefonista. Y sólo para satisfacer sus ansias de chismorreo,
husmeando sin piedad ni ningún pudor en las vidas de sus convecinos. Como si
éstas le pertenecieran, y obviando el daño que puede hacer con ello.
Afortunadamente no todos los Mirañar parece que estén del todo dispuestos a jugar a este juego. Hipolito, bien sea por la influencia de Quintina o porque es más listo de lo que aparenta, no està muy por la labor de dar la razón a las triquiñuelas de sus padres. Aunque, en honor a la verdad, casi siempre acabe dejándolo por inútil. Lo que, de alguna manera, lo convierte también en cómplice.
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